La primera vez que sintió realmente hambre fue cuando
estaba embarazada de su primera hija, a los 24 años. Un hambre que nunca antes
había experimentado, porque hasta ese momento –aún no le habían diagnosticado
su anorexia–, Maggie Baumann siempre había controlado al máximo su
alimentación: de chica, optó por dejar de almorzar en el colegio porque le
incomodaba hacerlo delante de las personas y, siendo adolescente, se esforzó
por alcanzar el cuerpo perfecto, practicando mucho ejercicio y comiendo cada
vez menos. Pero aquella vez, con cinco meses de embarazo, el impulso por comer
fue más fuerte. “El hambre que sentí, que para cualquier embarazada es algo
natural, a mí me dio mucho miedo”, dice Maggie, que es norteamericana. Hoy
tiene 53 años y trabaja como terapeuta en dos centros dedicados a contener a
embarazadas que sufren de un trastorno alimentario: el Orange County Therapy,
ubicado en California, y el Timberline Knolls Residential Treatment Center,
situado cerca de Chicago. Se conoce como pregorexia al trastorno alimentario del tipo restrictivo que se produce durante el
embarazo. Son mujeres que evitan comer, o si lo hacen, terminan vomitando.
Viven en un estado de angustia permanente por el temor a subir de peso, angustia que suele acrecentarse
en los últimos meses de embarazo, cuando el feto más se desarrolla y más crece
la panza.
“Recuerdo haberle contado a mi doctor lo que me pasaba: el
miedo que me daba comer y engordar. Y él fue muy enfático en decirme que, cómo
estaba embarazada, debía alimentarme y dejar de hacer ejercicio. Hasta ese
momento no se me había ocurrido pensar que estaba haciendo algo malo al
restringir las calorías que comía”, relata Maggie.
Su hija mayor, Christine, nació bien, no sufrió ningún
impacto. Pero no ocurrió lo mismo cuando se embarazó por segunda vez. Whitney,
su segunda hija, nació pesando poco más de dos kilos y sufrió de restricción
del crecimiento intrauterino. Esta enfermedad hizo que a los cuatros meses de
vida se le desatara una epilepsia.
“Mi doctor me advirtió que tenía que detener el ejercicio
y comer más cuando estaba esperando a Whitney. Dejé de ir al gimnasio, pero
tomaba el cochecito de Christine y empezaba a correr con ella, además de subir
colinas y escaleras. No podía evitarlo. Fingía que no estaba embarazada. Hoy
puedo darme cuenta de que no era capaz de comportarme como una madre que espera
un hijo, porque recién asumía mi maternidad cuando daba a luz. Por eso, no fui
capaz de darme cuenta que le estaba haciendo daño a mi hija. Solo lo dimensioné
cuando Whitney, siendo una guagua, empezó a convulsionar. Fue muy doloroso”,
confiesa Maggie, cuya anorexia, agrega, empeoró entonces.
En 1998 a Maggie comenzó a fallarle el corazón a causa de
su anorexia y tuvo que ser internada de urgencia. Una vez superada esta
dolencia, y luego de haber pasado por varios tratamientos integrales que le
permitieron controlar este trastorno, en 2005 se atrevió a dar varios pasos:
uno, decidió hacer un posgrado en Sicología para ayudar a mujeres con
pregorexia; dos, optó por hacer público su testimonio en diarios y, tres,
escribió un blog llamado Starving For Two (Hambrienta Por Dos). Este último no
solo provocó que los medios de comunicación comenzaran a hablar de pregorexia,
sino que también causó el rechazo de miles de lectores. Pocos entendieron que
se trataba de una enfermedad. (Baumann, 2014)
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